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 Venezuela necesita emocionarse
Un país sin esperanza es como un pájaro con alas cortadas. Los pueblos se vuelven irreconocibles cuando les matan el alma colectiva y creadora. Siempre me vuelve la deprimente imagen que hace 46 años se me grabó en la plaza principal del Cuzco al ver a aquellos indios doblados barriendo el piso con unas grandes ramas a modo de escobas. ¿Cómo se explica el abismo entre estos pobres y humillados hombres y sus antepasados que construyeron la maravilla del Templo del Sol o la ciudad sagrada de Machu Picchu? Son ellos mismos; ayer con sueños y alma creativa y hoy con la columna vertebral de su espíritu quebrada. Es un misterio el auge y la muerte de las culturas. Desde luego detrás de las obras culturales más admirables, como en las pirámides de Egipto o en asombrosos monumentos aztecas, hay imperios de iniquidad y de esclavitud, pero animados por un espíritu de grandeza, aunque sea sacrificando vidas para ofrendar una tumba al faraón.

En la Cuba de hace medio siglo hubo sueños de liberación y de dignidad, pero el faraón de turno los convirtió en la actual imperante desesperanza donde los sueños de los jóvenes sólo se proyectan al otro lado del “mar de la felicidad”; mientras él clama contra la infelicidad del resto del mundo para no mirar la ruina de su isla.

Venezuela hoy se debate entre la esperanza y el desaliento. Cientos de miles de jóvenes preparados lanzan sus sueños y talentos fuera del país, aunque no todos puedan salir. El régimen juega al desaliento de los insumisos y se apresura a aprobar una catarata de leyes para aferrarse al poder.
Como si conversara con Fidel, Chávez dice: ustedes se afianzaron porque sus opositores huyeron a Miami, nuestra hazaña es mayor, pues tenemos que neutralizar, anular y ahuyentar a los de dentro. Hoy la desesperanza es común a los opositores, a los propios seguidores del régimen y a millones de pobres colgados entre palabras henchidas de promesas y la cruel y vacía realidad. Recientemente en un barrio de repetidas promesas rojitas, frustradas y barridas por las lluvias desmesuradas, un periodista le preguntó a uno de los afectados qué ayuda esperaba y recibió una respuesta amarga: “luego de tantas falsas promesas, ahora no espero nada”. Es lo peor que nos puede pasar, que la gente pobre se resigne a su negación y no espere nada; que el régimen, perdida su utopía por el inútil esfuerzo de encerrarla en la jaula de la sumisión, se aferre cínicamente al poder en sí mismo, sin propósito liberador; que los emprendedores agredidos, pero todavía con recursos económicos y formación, coloquen el nido de sus sueños y creatividad en Panamá, Colombia o Miami.


Afortunadamente Venezuela tiene futuro y esperanza; tiene con qué y con quiénes, pero necesita emocionarse con un proyecto de liberación compartido y en democracia, es decir, con todos y para todos. Hoy como nunca necesitamos vencer la tentación de la desesperanza, diseñar una propuesta de transformación que nos invita a la movilización hacia un país de progreso y dignidad para todos.
La Navidad en Venezuela, que empieza antes de diciembre y termina en el nuevo año, siempre vuelve cargada de esperanza trascendente como visita de Dios que nos llama a la vocación más sublime. En torno al Niño de Belén se renueva la esperanza en el Amor que es más fuerte que la muerte, capaz de convertir las aspiraciones en realidades y las palabras en hechos de carne y sangre. Escuchemos la invitación transformadora del Maestro al tullido que tiene fe: “Levántate y camina”; asume tu responsabilidad y cambia el odio en tu país en convivencia creadora.
En medio de esta gigantesca irresponsabilidad manipuladora que juega con las desgracias, ayudémonos unos a otros a avivar la esperanza de vida, con respeto y solidaridad, con instituciones y políticas serias que permitan construir casa y hábitat acogedores, con salud, educación, seguridad… y trabajo digno y creativo. No es una vergüenza vencer el escepticismo y seguir con esperanza activa, ni cosa de niños que creen en San Nicolás o en los regalos del Niño Jesús con tarjeta en los centros comerciales. El futuro de Venezuela está presente y en esta Navidad y Año Nuevo lo vivimos, no como ilusión de escape, sino como fuego interior que ninguna manipulación ni amenaza puede apagar.

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